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flores negras

Flores negras para las tumbas sin nombre. Esa era la letanía mil veces repetida por mi abuela cada vez que pasaba cerca de unos montículos situados en las afueras del cementerio viejo. Flores negras para las tumbas sin nombre, decía ante ellos. A menudo acompañaba la frase con un intento de señal de la cruz, un gesto que quedaba inconcluso: levantaba la mano hacia la frente y se detenía, su mirada fija en su propia mano, como si la hubiera traicionado. Finalmente, la dejaba caer, cerrando el puño con un gesto amargo.

Después retomaba su camino, siempre hablando sola, con ese andar extraño que le dieron los años, un caminar a saltitos que la hacía parecer una urraca atrapada en tierra.

Todas las mujeres de mi familia tuvimos siempre mala fama en el pueblo por culpa de mi abuela. A todas nos conocían como las “malasyerbas”. Nos lo escupían en cuanto tenían ocasión, en el lavadero comunitario, en la plaza, a la salida de misa. Era nuestra marca de Caín trazada con ceniza en la frente.

Pero mi abuela no era mala persona. Lo que pasaba es que el pueblo se le había quedado pequeño, como se le quedó pequeña España entera y el siglo maldito que le toco vivir. Pero no, ella no era mala persona.

De mi abuela decían que era bruja, que los niños nacían muertos si cruzaba el dintel de la casa en el momento del parto y que secaba con su presencia el agua bendita de la pila bautismal. Decían todo eso y se deleitaban al hacerlo, esos corazones secos, incapaces de amar o ser amados, esos ojos que eran pozos de pura negrura.

También susurraban que se acostaba con todos los hombres de la aldea. Otra mentira más. Mi abuela sólo tuvo un marido y un gran amor en su vida. Por desgracia para ella, no coincidieron en la misma persona, y mi abuela no supo resignarse. El no resignarse a su destino es algo que nunca le perdonaron aquellas almas negras que habitaban en el pueblo.

Lo descubrí muchos años más tarde cuando, en el altillo de aquella casa que era pura ruina, aparecieron un puñado de hojas amarillentas. Cartas, muchas nunca enviadas, sin fechas ni cronología. La única pista era la letra de mi abuela: la letra redonda e infantil con los puntos y las comas muy marcados de su adolescencia… luego una letra de adulta, muy cuidada y con grandes arabescos… al final borrones ilegibles, pura fiebre convertida en tinta.

Eran cartas a su amante, a Dios, cartas contra el olvido y la sinrazón que empezaban a florecer en España. Era fácil leer entre aquellas líneas y completar la historia: mi abuelo, que siempre se había sentido dueño de su casa y de su mujer, comprendió que no era el único hombre en la vida de mi abuela y se sintió humillado. Pero no fue la confrontación su respuesta; llegó la guerra y mi abuelo, amigo de los caciques que se hicieron con el poder tras el primer disparo, puso el nombre del amante en alguna lista. No hacía falta decir nada más en aquellos años.

El resto de la historia es la historia de otros muchos. El ruido de los correajes, el olor del aceite de los fusiles, pasos amortiguados que bajan del camión y son empujados a muy poca distancia del lugar donde serán fusilados contra una tapia del cementerio.

Así acabó la historia del único hombre que había amado mi abuela, y ella quedó atrapada con su marido, el verdugo y aquel Dios que nunca respondió a sus plegarias.

Flores negras para las tumbas sin nombre, repetía ante aquellos túmulos, testigos silenciosos del país que fuimos.

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