leer,  mirar

arquitectura del olvido

El ocaso rebuscó entre la paleta de los viejos maestros para crear el atardecer. De ahí surgieron los tonos dorados de Turner que acariciaban lentamente a las nubes, y los densos ocres de Constable asentados en la distancia. Al fondo, manchas de Van Dyck en un rebaño de nubes que pastorean sobre un cielo infinito.

Un poco más abajo, convertido en un espejo y domesticado por un instante, el mar aguardaba paciente, reflejando con devoción la luz moribunda del sol, como si supiera que su papel era custodiar la belleza de ese instante.

Los últimos en llegar al cuadro fueron los humanos. Miraron el paisaje con unos ojos llenos de avaricia y pensaron que todo aquello les pertenecía, pero que aún faltaba su huella para completar el proyecto.

Ya sabemos lo que es, exclamaron con un entusiasmo infantil. Y así, bajo ese cielo y frente a ese mar, levantaron un enorme cubo de hormigón. Un monolito gris, tosco, ajeno a todo lo que lo rodeaba. No contentos con eso lo llenaron de letras que eran como escupitajos, porque aún no les parecía lo suficientemente horrible.

Ahora sí, dijeron satisfechos, ahora hemos completado la paisaje.

En el horizonte, el sol agonizante seguía bañando el mar, intentando, inútilmente, redimir el despropósito que la mano humana había dejado en su camino.

El bloque permaneció allí, inamovible, testigo eterno de una arrogancia que nunca entendió lo que destruyó.

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